Christian, el soñador de imposibles
Christian siempre fue un niño diferente. Él lo intuía desde sus años más tiernos, pues nunca encontró contraparte a su sensibilidad. Pero una cosa es «percibir» y otra muy distinta «saber». Y esa etapa de incertidumbre se cerraría con la muerte de su padre.
Ocurrió en un día de primavera, aureolando de luz sus ocho incipientes años, cuando a la vuelta de la escuela sintió sobre sí la pena en las miradas que recibía desde una larga fila de rostros, ribeteando su calle, invadiendo su portal y terminando por arremolinarse junto al marco de su hogar.
Al pasar a su lado, sentía como lo contemplaban. Desde lo alto, con ese aire de lástima que los adultos sienten por los cachorros abandonados. Él no lloró en ningún momento. Ni tan siquiera fijó sus pensamientos en la desgracia, aunque la sospechara próxima. Únicamente deseó con todo su ser alejarse de aquellos ojos tristes. Quería no sentirse envuelto por más tiempo en su dolorosa piedad, rechazando desde su naciente yo que nadie pudiera saber quién habitaba realmente en su interior.
Soñador de imposibles. La soledad y la verdad.
Thomas, su tío paterno, lo subió a su coche y se lo llevó de allí con celeridad. Marcharon lejos de la oscura y opaca mirada que le devolvía su propio rostro reflejado en las pupilas de su madre. Aún era niño, más ya fue capaz de anticipar vivamente que aquello no era un gesto de amor, sino el cumplimiento de la piedad cultural obligatoria. Esa piedad obligada por la cual un tío intenta mostrar al mundo que vela por el hijo solitario de su hermano fallecido.
Christian no vio la muerte con sus ojos. Aunque sí pudo intuir intensamente la realidad de las percepciones fluctuando en torno a aquella. Pudo sentir su olor, su color, su ambiente frío e incluso casi su sabor a través del acre humo de las velas chisporroteando en el salón. En su infantil marco mental supo ya detectar el cariño de los extraños y el formalismo de los más cercanos. El descubrimiento le supuso un primer contacto con la realidad de la vida, curiosamente desvelado por la proximidad de la parca.
Su espíritu se concentró aún sin comprender, maravillado por el contraste; y la lucidez aportada por la comprensión de la veleidad de los sentimientos habría de aportar un objetivo definido al resto de su vida, más tarde, cuando reinase la lucidez sobre las sombras del momento. Su meta sería desenmascarar la falsedad oculta bajo los mil rostros de los actos universalmente achacados al amor.
Soñador de imposibles. La supervivencia.
Durante tres semanas, como el niño que todavía era, vivió cada día, únicamente fijada su atención en los nuevos estímulos proporcionados por la casa de su tío: la compañia del travieso gato, los olores del huerto y el sabor ácido de sus frutas, las nuevas amistades de aquel mundo que la trágica ocasión le permitía descubrir. Ni siquiera la sequedad de la mujer de su tío y su manifiesta distancia afectiva pudieron oscurecer la intensidad de su exploración, aunque sí quedaron registradas en la memoria, como un interrogante más que añadir a la envoltura de sensaciones en la que flotaba su vida.
Finalmente, el nuevo mundo se rompió. Las componendas familiares acabaron por devolverlo a su hogar natural, donde su madre lo recibió entre luto y sombras. Le abrazó intentando explicarle con palabras dulces lo que la vida muestra con hechos carentes de toda piedad. Esa noche, en las oscuras estancias de su razón, Christian al fin comprendió. Se acabaron las manos firmes donde sujetarse en las dificultades de su camino. No más pasos por los cuales guiarse al sentirse perdido. No más fuentes de consejo ante las dudas de la vida ni sentimientos sinceros en los que apoyarse para crecer. A partir de entonces serían protagonistas la dureza de la supervivencia, la constante atención a las amenazas y la responsabilidad personal frente al error. En definitiva, la soledad.
Soñador de imposibles. El refugio interior.
En ese reino de claroscuros Christian se sintió traicionado por la vida y defraudado por la gente. Aun así, ya casi vencido por la fatiga, al borde mismo del inconsciente olvido de la noche, la chispa surgió y prendió. Su espíritu decidió no rendirse y comenzó a soñar. Ahí fuera, desde algún lugar aún difuminado por el engaño de la duermevela, retornaría a su encuentro el sentimiento perdido, la compañía amiga cuyo valor nunca entendió hasta el instante mismo en que la sintió perdida. En el sueño supo que nunca se rendiría ante este universo insensible ni jamás se abandonaría a la pesadilla de la desesperación.