La condena del amor
La condena del amor. En el origen del mundo existió un lobo blanco, superviviente y solitario. Toda su vida había sido una carrera contra la dureza de su entorno: los crudos inviernos, la extrema competencia por el alimento, enfrentado a las manadas controladas por los machos líderes que reinaban en las llanuras. Él nunca quiso ser un alfa, ni dejar fundirse su sensibilidad especial en el seno de la masa de pelaje pardo y dejar atrás la poesía del bosque. Le bastaba con sentirse libre y dueño de la espesura cada día y, al anochecer, templar su espíritu mirando las estrellas. Se decía a sí mismo que nada le haría renunciar a su modo de vida.
La presión de sus congéneres para terminar con su individualidad era terrible y cada año transcurrido le costaba mayor esfuerzo esquivar sus amenazas y ataques. Pero ellos eran incapaces de saber que él nunca podría renunciar a su bosque desde que una noche de verano – a solas con sus percepciones agudizadas y naciendo de entre las brumas de sus ensoñaciones solitarias – se había enamorado del fluctuante reflejo de la luna en el río. Prendado de su brillo y de las mágicas ondas de su óvalo acuoso, aquella imagen le mantenía vivo, no sólo por fuera sino especialmente en su irrenunciable espíritu de independencia. Se había enamorado de la blanca Selene.
Los días transcurrían monótonos, eternamente ocupados en la caza y en la supervivencia. Pero las noches eran el premio. El descanso junto al río, la contemplación plácida de la brillante faz de su amada y la sensación de que ella le sonreía con cada onda del agua clara. Él era felíz y su Selene le brindaba su cálida compañía cada noche junto al remanso. Su mundo estaba bien balanceado: la dureza de la luz se veía pagada por la dulzura de la noche mágica.
La condena del amor. La llegada del hombre.
Pero un día el hombre llegó al bosque. Y la vida del lobo solitario cambió bruscamente. La caza se restringió a la maraña profunda, donde no pudiera cruzarse con la nueva amenaza. La espesura continuó siendo su refugio y la oscuridad su confort, hasta que una noche el río comenzó a bajar turbio y su amada le abandonó. Loco de ansiedad se lanzó río abajo en su busca, más todo fue inútil, su imagen se había desvanecido en la turbiedad.
Deprimido y descorazonado volvió a remontar la corriente, aguantando su miedo al humano, hasta llegar a su asentamiento. Una vez allí comprendió: el hombre había levantado un muro de madera y retenido con él el agua clara. Y fue en ese momento cuando la vió: su Selene estaba cautiva entre los troncos, plácida y brillante, pero sin la magia de las ondas del río libre. Se acercó lentamente y junto al agua decidió entregar al hombre lo que a sus congéneres siempre negó, su libertad. Lamería su mano y comería sus sobras, renunciaría a su bosque y a su río. Todo a cambio de seguir cerca del rostro de su amada, esperando que un día un milagro la liberase y devolviera la vida a su amor y a su espíritu.
La condena del amor. Y así el salvaje lobo blanco se convirtió en manso perro gris, tratando siempre de olvidar que todo ocurrió sólo por amor.